Busco en la estantería un libro de Louise Glück que me gusta mucho, Averno, y al abrirlo de nuevo, en una celebración privada de su premio Nobel, me viene el recuerdo de los primeros descubrimientos que hice en Estados Unidos, al irme allí por primera vez una temporada, un spring semester académico que no duraba seis meses y en el que lo más fugaz fue la primavera. Fueron grandes lecciones de invierno las que aprendí sobre todo, y luego la otra lección del verano adelantado del Sur, cuando el vigor de la vegetación y el calor húmedo de los días propiciaban una niebla de jungla.
Empiezas a pensar que el desprecio es un virus. Infecta primero a los individuos, pero se extiende rápidamente por las familias, las comunidades, los pueblos, las estructuras de poder, las naciones. Es menos escandaloso que el odio, pero más destructivo. Cuando el desprecio te mata no tiene que ser por venganza, ni siquiera un acto completamente consciente: puede ser por un capricho pasajero. Es mucho más común y, en consecuencia, más letal. "Tú no le importas al virus", y lo mismo ocurre con el desprecio: a sus ojos ni siquiera llegas a ser un objeto de odio porque eso implicaría reconocer plenamente tu existencia. Visto con desprecio, no eres una persona como los demás: no alcanzas a ser del todo una persona ni un ciudadano. Pongamos... tres quintos del total. Despreciado, eres una estadística: te obvian, eres una pérdida calculada. No tienes ningún recurso; no representas capital y, por consiguiente, no representas poder: eres insignificante. Ningún abogado caro y bien vestido entrará en escena con un fino maletín en la mano gritando, presto a defenderte: "¡Ese es mi cliente!" Te encarcelan con facilidad y te olvidan con facilidad: hay poco en juego; de ahí el desprecio.
Culminó, como cada noche de Santa Teresa, la incestuosa ceremonia político-mediática del premio “mejor dotado”, esta vez con menos pompa y circunstancia debido a la pejiguera pandémica. En efecto, de las primeras 40.000 pesetas (240 euros y algunos céntimos) a los actuales 601.000 euros (casi 100.000.000 de pesetas), mucha agua ha corrido bajo los puentes mercadotécnicos del premio ideado por el fundador. Desde que el discreto José Creuheras llegó a la cumbre grupal, el Planeta se fue limpiando de sus tradicionales adherencias chorizas: los tejemanejes, filtraciones y globos sonda respecto a los presuntos favorecidos desaparecieron o, al menos, dejaron de hacerse públicos, y el galardón —incluyendo los jurados— se dotó de cierto decoro, algo en lo que no había abundado desde que Juan José Mira, amigo personal de José Manuel Lara (y, por cierto, militante comunista durante la Guerra Civil), obtuvo (1952) el primer premio de su larga historia. Una de las claves del éxito histórico del premio ha residido, sin duda, en su bien medida dimensión mediática, obtenida en gran manera merced a la habilidad de los departamentos de mercadotecnia y prensa para halagar y obsequiar a los responsables de las páginas culturales de los medios que se dejen (y hay algunos que se dejan mucho). La segunda pata del éxito reside en la capacidad del premio para convocar en su noche de gala a autoridades —incluso, en ocasiones, a los royals— que le confieren mayor prestigio mediático al concederles el espaldarazo de su presencia, algo un poco repulsivo si se tiene en cuenta que se trata de un premio privado, cuyo prestigio “cultural” se basa, fundamentalmente, en un constructo mercadotécnico. Y, por último, están los premiados, claro, y sus libros: en cuanto a los primeros, la regla general (pero no absoluta) ha sido que el ganador/a sea alguien ya consagrado (o mediático) y autor/a de novelas vendedoras; y el/la finalista, un/a aspirante con mayor pedigree cultural. El año pasado, en pleno escenario de escaramuzas entre los grandes grupos españoles, se premió a Cercas y Vilas, dos autores literarios que provenían de Random House, lo que sirvió a Planeta, de paso, de aviso y delimitación de territorio. Este año, con la nada clara situación del mercado del libro, los jurados han preferido premiar a valores comercialmente seguros y que conecten con la general sensibilidad feminista pos-MeToo: la ganadora García Sáenz de Urturi, autora superventas (dentro de lo que ahora cabe) de la casa; y la finalista, Barneda, autora (¿ex?) de Random House y presentadora que ahora triunfa (“arrasa”) en La isla de las tentaciones, uno de los programas más populares y, a la vez, horteras de Telecinco, una cadena que compite con la planetaria Atresmedia. Ellos se lo guisan, ellos se lo comen. Por lo demás, espero que, al menos, el premio, que siempre se ha vendido razonablemente (y a veces irrazonablemente) bien, ayude a los libreros a hacer caja.
En 1997 viajaba entre Salamanca y Madrid. A mi lado se encontraba el poeta Eugenio Montejo, y al hilo de la conversación que manteníamos, murmuró: “El lenguaje en Venezuela se está deteriorando: estamos a las puertas de una gran catástrofe”. En ese momento era imposible atisbar el éxito electoral del chavismo. Supuse que Montejo hablaba de manera metafórica, pero en poco tiempo el país inició una de sus pesadillas más oscuras, una noche poblada por montañas de verborrea guerrerista, homicida. El chavismo irrumpió en la escena política como enfermedad del lenguaje. Palabras cuartelarias, modos imperativos, amenazas de freír en aceite a los adversarios políticos, recuperación de la discursividad militar decimonónica, desprecio a la capacidad de síntesis.
Ni el mejor guionista de sainetes hubiera podido imaginar la sucesión de acontecimientos grotescos y ridículos que se han producido en el inicio frustrado de la temporada taurina en Sevilla. Habría que ser muy retorcido y agorero para vaticinar que la situación podría llegar a los extremos alcanzados entre el estupor, la sorpresa, la confusión e indefensión de los aficionados.
Hijo, nieto, biznieto, primo y sobrino de médicos taurinos, el destino de Enrique Crespo (Zamora, 1957) no podía ser otro que cirujano de plazas de toros; comparte su consulta de traumatología en una clínica madrileña con la enfermería de un coso o de un festejo popular, donde le atrapa la melancolía ante un héroe caído o un mozo cosido a cornadas, y se siente útil cuando un hombre que parecía que había alcanzado el umbral del otro mundo vuelve a la vida.
La fiesta de los toros vuelve a hacer el paseíllo; se han abierto las puertas de Las Ventas, y con ellas las de Castellón, Alicante y Badajoz, y se anuncian ferias en Burgos, Soria, Santander, Segovia, Zamora…
El anuncio de la retirada “por tiempo indefinido” de Enrique Ponce, uno de los toreros más importantes de los últimos 30 años, ha tenido menos eco del esperado; quizá, porque la tauromaquia no vive un momento de especial relevancia social y los matadores de toros ya no son los héroes de antaño, y también porque la muy larga carrera del valenciano —tomó la alternativa en marzo de 1990— ha hecho mella en la ilusión de los aficionados, muchos de los cuales han pasado de la admiración al cansancio.
Medio siglo después de su publicación, Mediterráneo sigue siendo un disco inagotable. El álbum más emblemático de Joan Manuel Serrat mantiene intacta su aura de obra maestra, que le convierten en uno de los discos más grandes e influyentes de la historia de la música española. Es, por eso, que, coincidiendo con el 50 aniversario de su edición original, el festival Alhambra Monkey Week, en colaboración con la Fundación SGAE, reconocerá su valor en el concierto inaugural de su XIII edición, que se celebra del 17 al 20 de noviembre en el Cartuja Center de Sevilla y otros puntos de la ciudad.